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De choping con "ch" de Chopo

Por Lucía Escobar

Toda la parafernalia alrededor del rock se encuentra aquí. Un mercado con casi tres décadas de existencia, un lugar de culto y peregrinación. El Chopo bien vale unas misas.

La metrópolis más intensa de Latinoamérica, tiene un lado que no sale en la programación de Televisa, ni se vende en el Palacio de Hierro, un mundo que se rige por sus propio códigos y señas. El tianguis cultural del Chopo lleva casi tres décadas de existir, crecer y evolucionar. Los fetichistas del rock lo exprimen y nutren una vez por semana.

México. DF.
Es mi único sábado en el distrito federal mexicano, y por lo tanto mi oportunidad de ir al mercadito alternativo de dónde vino la primera copia que vi de Santa Sangre del genial Alejandro Jodorowsky. De esos locales también salió la playera de Santa Sabina que me trajo de recuerdo Luis Aceituno, el escritor y coleccionista kitsch. Del Chopo también salió un día y llegó a mis manos en ciudad de Guatemala, los cuentos sucios de Guillermo Fadanelli que venían en las revistas Moho que el cineasta y periodista Luis Urrutia mostraba con total devoción. También todo el cine de serie B que se consumía en ese tiempo.

Tengo también una bolsa del “Diablito” de la Lotería que sospecho llegó del Chopo, posiblemente en el sexto día de la semana.
El colega y compatriota, Andrés Zepeda me da los tips para llegar sin perderme. Emerjo de la estación de metro Buenavista en el distrito federal mexicano, me arrastro por las calles junto a cientos de camisas negras. El cuero y el metal, los pelos de colores, las cabezas rapadas, los piercings y los tatuajes se multiplican a mí alrededor. Es una peregrinación de jóvenes que se dirigen a un clásico, pero no de fútbol sino de cultura rock. Empiezo a dudar de mi vestuario, parezco un ama de casa perdida en una misa negra.

Cuento mentalmente el dinero que traje, lo multiplico por dólares y lo divido en quetzales. Algo podré llevarme. A mi derecha, sobre una camioneta vieja y grande se muestran saldos de posters de conciertos. Doy una ojeada por si las moscas, ahí están los Fabulosos Cadillacs en el Foro Sol, Kusturica en concierto, afiches de películas del Santo, Jim Morrison por supuesto, no alcanzo o no quiero ver más. De todos modos, no tengo espacio en mis paredes.
La entrada es también el centro de volanteo. En mis manos cae una invitación para el próximo festival de vampirismo y un volante para la lectura de poesía erótica, soy también invitada a un concurso de tatuajes sobre hadas y duendes. Me regalan una calcomanía de una radio.

Fetichismo rock
A mi derecha sobresale el área de la bandera tricolor; amarillo, verde y rojo, llamada también; la parte de los Rastas. Todas las playeras imaginables de Bob Marley, con o sin The Wailers, servicio de hechura de dreadlocks y trenzas, pulseras, gorras y zapatos con la bandera jamaiquina, papeles para armar, filtros, pipas y más. Discos póstumos o en homenaje, originales o quemados, videos, DVD y hasta los anticuados casetes. Una chica me asegura que todo el reggae del mundo está aquí. Cotizó un piercing para mi ceja, me inclinó para ver unos parches con una hermosa cannabis sativa en sicodélico y veo el precio de un frasco de pachulí. Muy cerca, dos o tres puestos mas adentro, los colores cambian claramente, desaparecen. Sobresale en mi mente, el negro, el blanco, el plateado. Ahí se arremolinan los emo con sus rosas negras envueltas en ataúdes, buscando la colección completa de las películas de Tim Burton, o probándose cadenas, trajes de cuero o cotizando piercings, tatuajes o extensiones de pelos de colores. Me cuesta verles la cara, sólo percibo su palidez, su cabello como escenario caído. A ratos los confundo con los punks. Se mezclan con los cinchos de gancho de ropa, las púas y los pelos parados y amenazantes. Me acerco a escuchar una discusión sobre Syd Barret, Pink Floyd nunca pudo haber grabado ese disco en ese año, asegura el señor recostado en playeras negras con frases y logos que no reconozco.
Progresivo, metal, dark, urbano, todo se me mezcla. Los roqueros clásicos también tienen su espacio preferencial en el mercado. Hay puestos especializados en rock en inglés, otros en latinoamericano o mexicano. Y ahí infinidad de subdivisiones.
En el puesto de nuevo ska, me vuelvo un poco loca, y compro algunos discos quemados. Si, yo sé que la piratería es un delito penado por la ley, pero si no es así, no tendría otra manera de obtener The Supreme beat of Jamaica, Begoña Bang-Matu y ese primer disco de Tijuana No. Así, poco a poco, voy aligerando el peso de mi billetera. Me pruebo una camiseta de Janis Joplin, coqueteó con una chaqueta de Jimmy Hendrix, pregunto cuánto cuesta tener los tres días de Woodstock en video. Hago cuentas mentales.

A mí alrededor, no todos son jóvenes, hay también varias familias con hijos, buscan transmitir sus gustos a las nuevas generaciones. Algunos padre con cola de caballo y panza cervecera se arremolinan a comprar baberos o bodys (sí, esos trajes de bebé que se amarran por abajo) de bandas como Metallica, Iron Maiden o Ángeles del Infierno. Una mamá perdida (que no soy yo) comete el error de preguntar en el puesto equivocado por una camisa talla dos de Jaguares. No es el mismo rock. Bolsas recicladas de acetatos, revistas de colección de los lejanos años setenta, representaciones de disqueras independientes, afiches de John Lennon y Yoko Ono haciendo el amor, camisas de la Lucha Libre, aquel libro de Phillips Lovecraft que nunca encontré, la cinta de Yellow Submarine que hará feliz a mi hijo, Freak out de Frank Zappa, el disco de Velvet Underground con diseño de Warhol, un botón de Syd Barret para el antiguo Maurice, toda la colección de los Rolling Stone (el grupo y la revista), mucha animación japonesa, manga por supuesto, y hasta algunas versiones de Hello Kitty en diferentes objetos. Todo se encuentra aquí. Lo excéntrico es la norma. Pero, ¿Cómo nació todo esto?

Ahí no estaba Lucerito
Fue un 4 de octubre de 1980 la primera vez que El Chopo abrió sus puertas al público. Y digo, las abrió porque no nació en la calle, ni en la banqueta, que hoy ocupa. Al principio fue una actividad convocada por el Museo Universitario del Chopo de la UNAM (Universidad Autónoma de México) para realizarse durante cuatro semanas y con la presencia de productores, coleccionistas, músicos y toda la banda alrededor del jazz y la música no comercial para el intercambio de bienes y servicios.

La escritora Ángeles Mastretta y Jorge Pantoja, a quién le llaman el padre del chopo, se encargaron de convocar a la gente interesada en la música no comercial. Al mismo tiempo se llevaban a cabo actividades culturales paralelas. El lugar fue creciendo, los asistentes también y dos años después El Chopo se mudo a la calle (hoy en día el mercado abarca varias cuadras). Los vecinos de ese lugar, no sabían como hacer, nadie lograba organizar a los comerciantes, pero el público no dejó de llegar. Los chilangos habían tomado el barrio. En el Chopo también se hicieron manifestaciones en contra de gobiernos militares como el de Guatemala y Argentina. Así fue creciendo esta leyenda, como las distintas tribus urbanas juveniles, que ahora se dividen y subdividen en más y más.

Al fondo del mercado, donde terminan los puestos establecidos, se encuentra la Radio Chopo, que lleva años de montar conciertos y programas en vivo. Frente a la carpa de la radio, se reúnen otros tantos jóvenes que llegan con el fin de hacer trueques y cambios de discos, revistas y libros. Los más vivos, ofrecen animados aquello de lo que desean deshacerse y preguntan por sus películas favoritas, mientras los tímidos fuman uno tras otro, parados frente a su mercancía. El nivel de negociación que llega a alcanzarse en estos puestos, se sale de mi conocimiento.
En algunas carpas cerca de la salida se llevan a cabo lecturas de poesía, presentaciones de libros, también se encuentra el cine chopo con puras películas de Serie B, y ahora también han creado el Museo Chopo que exhibe orgullo fotos de famosos en plenas choping-. Ahí esta el escritor Carlos Monsiváis, lo Cafetacuba, Los Fabulosos Cadillacs, Santa Sabina, Rata Blanca, Todos tus muertos, Aterciopelados, La Maldita y hasta Julieta Venegas.
La tarde empieza a caer, y no parece reducirse el número de visitantes. Aligero el paso hacia el metro mientras pienso: Larga vida al Chopo.